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Sexo y amor durante la pandemia

  Mi amigo Andrés, a quien la cuarentena lo tomó atrapado en Europa, me escribió el martes a las 2 de la mañana. Está preocupado por no ha podido hacer el amor desde hace 4 meses, un récord de su vida adulta. A pesar de la flexibilización parcial de la cuarentena, sus dos parejas ocasionales prefieren no encontrarse más con él. La primera, porqué siente que la distancia ha enfriado el vínculo emocional, la segunda, porqué tiene miedo de contagiar a su abuelo de 90 años, que ha cuidado desde el comienzo de la pandemia. Andrés me dice que: “es difícil buscar una pareja sexual en medio de una pandemia” y claro que el palo no está para cucharas, es comprensivo que la gente quiera sentirse segura, más en Europa donde el respeto a las normas es más estricto. Por eso, ha seguido las recomendaciones de las autoridades sanitarias, y ha regresado al siempre seguro autoerotismo. La visión de incognito de su explorador ahora eso su mejor aliado. Como muchas personas en la pandemia ha tenido que in

Fuera de su cauce

  Estábamos en un bar en una ciudad que no recuerdo, si era Boston o Chicago, cuando de repente comenzó a salirme a chorros el español, y comenzó a mojar la mesa a borbotones. Era algo que no podíamos detener, al punto de que ella se asustó y trató de ponerme una servilleta en la boca, intentando en vano contener el flujo incontenible de español. Un mesero se acercó muy asustado, tratando de ofrecer alguna ayuda. Ella les dijo que le daba pena, que el español me daba a veces como ataques epilépticos, que no era posible hacer nada sino esperar. Entonces comenzamos a ver cómo seguían saliendo todo, como si una represa mal hecha se hubiera roto, y entonces comenzó a llenar el suelo entero, a cubrirlo y a limpiarlo. La gente del bar, aterrada, veía la suela de sus zapatos llenas del idioma, y comenzaba aquella marea de palabras a subir hasta mojarnos a todos. Algunos comenzaron a retirarse al ver que las palabras les llegaban a las rodillas, y siguieron subiendo hasta mojarlos donde

Los antivacunas en el espejo

  La lucha contra los antivacunas es para mí algo profundamente personal. Personal, porque compromete una de mis convicciones más profundas: la irracionalidad tiene graves efectos sociales y está detrás de muchas de las desgracias humanas. Personal, porque en mi oficio como salubrista, veo en los antivacunas una de las principales amenazas a la Salud Pública global. También es personal porque fui víctima, como muchas personas que tuvieron cierta visibilidad durante la pandemia, de amenazas y acosos por parte de personas antivacunas, una de las cuales llegó a amenazar por internet con violar a mi hermano. Durante mi etapa como director de Epidemiología, me vi en la obligación de firmar decenas de respuestas a ciudadanos antivacunas. Estas personas solicitaban desde pruebas de la existencia -incluyendo ¨fotos¨-   del virus hasta la detención inmediata de la vacunación, argumentando que estábamos ante un genocidio. Afirmaban que las "vacunas experimentales" estaban causando mu

El sistema editorial de la ciencia está roto

El sistema editorial de la Ciencia globalizada está roto. Todo el mundo lo sabe. Varios lo gritan. Se publican denuncias en periódicos y revistas científicas, pero nada parece cambiar; o los cambios son muy tímidos. Cambios cosméticos para calmar el ánimo, guiados solo por la corrección política. He sido editor de una muy buena revista colombiana desde hace varios años, y desde hace meses también de una revista internacional, relativamente nueva pero muy prestigiosa. Esta última, sujeta al sistema editorial globalizado, se me ha vuelto un dolor de cabeza, principalmente por la dificultad para encontrar revisores, lo que hoy en día es toda una proeza para casi cualquier editor científico. Tengo artículos donde me ha tomado contactar hasta quince revisores para al final encontrar tres que acepten, y de esos, uno que cumpla. La verdad es que cada vez es más difícil encontrar revisores. Son escasos, y la calidad de todo el proceso editorial orientado a garantizar cierto grado de rigor y de

La importancia de llamarse Andrés

Cuando llegué a la playa, Andrés García estaba besando a una mujer, abrazado formidablemente a su cintura, recostado de pie en uno de los palos del quiosco frente a la Playa del Ritmo. Seguí de largo mientras él terminaba su beso y dejé que el agua me tocara los pies. De reojo veía cómo la besaba. Miré de lejos la inmensidad, exhausto de mi viaje; todavía tenía la maleta puesta. Volví a mirar de reojo y Andrés me vio: "Viejo, viejo, venga", me dijo, llamando con la mano. Me acerqué y me unió a un abrazo con esa mujer desconocida, nos besó a los dos en la frente y en las mejillas, y nos dijo: "¡Qué bacano que haya llegado, pídase una, marica, estoy muy feliz!". Me adentré al quiosco y pedí una cerveza. Le dije al hombre que atendía descalzo que me diera un ceviche y una cerveza, y que me dejara guardar la maleta detrás de su mesa, pues yo no iba a quedarme en Playa del Ritmo. Esa noche era la primera boda de Juan Sebastián y yo había volado desde México. La boda era

Pensar en lo que hacemos.

  Pensar en lo que hacemos. Sufro mucho al reconocer la pobre significancia de todo lo que hacemos. El marketing personal nos obliga a mostrar que estamos convencidos de la relevancia de nuestros esfuerzos. Tampoco es éticamente fácil reconocer nuestro verdadero impacto, a veces casi nulo, que no justifica quizás el lugar privilegiado que la sociedad nos ha otorgado. Todo esto, tan agotador como es, es el efecto de pensar mucho. No necesariamente de pensar bien, que es algo mucho más difícil, pero sí de pensar muchísimo. Una rumiación constante sobre la misma cosa, sufriendo dolores de consciencia al mismo tiempo. El idealismo, del que aún nos quedan algunos vestigios, puede darnos la ilusión de que es significativo lo que hacemos. Pero en la edad en la que ya hemos vivido casi todas las desilusiones, y perdido la ingenuidad luego de haber visto las tripas al tigre (y ver que son parecidas a las de una gallina), hay algunos de nosotros que ya no podemos convencernos. No podemos cre

La ciencia, la desazón suprema y el amor

Los cuarenta están muy cerca y siento que jamás podré librarme de esta desazón suprema. Aquellas ideas que antes inspiraban mis anhelos más profundos, junto con la convicción de que la Academia aportaría a mi vida no sólo realización personal sino también la sensación de ser parte de una actividad humana suprema, parecen haberse desvanecido. Mis ilusiones actuales son meras sombras, casi todos mis ídolos vivos han caído; ya no existe nadie a la que anhele seguir, ni un rincón donde me parezca factible ser lo que soñaba ser.  No es la depresión de antaño, es una profunda calma, la certeza serena, la desazón suprema de la verdad, esa tragedia que sólo es posible cuando se alcanza lo soñado. Me doy cuenta de que ya no siento esa íntima conexión con mi labor en esa cadena invisible de esfuerzos generacionales en la que creía. Eso siempre fue un espejismo para mi, algo inexistente pero que, a la vez, me impulsó a dejar todo atrás, a dedicar mi vida entera al sendero que se suponía me conduc