La importancia de llamarse Andrés

Cuando llegué a la playa, Andrés García estaba besando a una mujer, abrazado formidablemente a su cintura, recostado de pie en uno de los palos del quiosco frente a la Playa del Ritmo. Seguí de largo mientras él terminaba su beso y dejé que el agua me tocara los pies. De reojo veía cómo la besaba. Miré de lejos la inmensidad, exhausto de mi viaje; todavía tenía la maleta puesta. Volví a mirar de reojo y Andrés me vio: "Viejo, viejo, venga", me dijo, llamando con la mano.

Me acerqué y me unió a un abrazo con esa mujer desconocida, nos besó a los dos en la frente y en las mejillas, y nos dijo: "¡Qué bacano que haya llegado, pídase una, marica, estoy muy feliz!". Me adentré al quiosco y pedí una cerveza. Le dije al hombre que atendía descalzo que me diera un ceviche y una cerveza, y que me dejara guardar la maleta detrás de su mesa, pues yo no iba a quedarme en Playa del Ritmo. Esa noche era la primera boda de Juan Sebastián y yo había volado desde México. La boda era a las siete de la noche del día siguiente, pero habíamos acordado ir juntos a encontrarnos con el escritor que había aceptado vernos en su habitación durante sus días en Santa Martha.

Andrés tenía abierta la camisa y tenía apariencia de político mafioso. Repartía un ron entre unos holandeses y unos franceses sentados en el quiosco y canturreaba música de plancha. Lanzaba vivas a Juan Manuel Santos, se quejaba de la falta de variedad en el menú y repetía que era inmensamente feliz. Cuando la mujer se fue, volvió a abrazarme y me dijo: "De verdad, marica, soy tan inmensamente feliz que podría morir hoy. Ya le vi las tripas al tigre y acá estoy. Tengo sed y la estoy calmando". Le advertí que quedaba poco para la cita y me dijo que a esas citas era mejor llegar borracho, que habría que esperar que el sol tocara el agua para que eso marcara la hora de irse. Eso me decía mientras lanzaba besos a la mujer que ya caminaba lejos y le sonreía con compasión.

Durante las dos horas en que nos sentamos en una nueva mesa que pusieron entre la playa y el borde del quiosco, hablamos del país, de la profunda esperanza que nos inspiraba lo que estaba pasando, de lo maravillosa que era la existencia humana, y recuerdo que en un instante en que la música no sonaba, y que justo nadie hablaba, escuchamos y vimos pasar cientos de gaviotas, haciendo acrobacias en el cielo, y tuvimos la certeza entonces que la vida era buena con nosotros, y por un momento sentíamos que todo había valido la pena, pero sobre todo que todo era posible.

A las siete y media le advertí a Andrés, que molestaba a turistas acostado en la playa con sus pláticas, que el taxista suicida que yo había contratado en el aeropuerto llegaría pronto. Entonces se metió a una ducha al lado del quiosco, se bañó en un minuto y le ofreció el resto, casi la mitad, de la segunda botella de ron a uno de los holandeses a cambio de su camisa que estaba más limpia. "Listo, el pollo", dijo, "nos vamos". No recuerdo cómo ni quién pagó la cuenta y vi entonces las luces del taxista suicida iluminando la verja de madera en Playa del Ritmo, y caminamos decididamente hacia nuestro destino de la noche.

El taxista suicida no tenía aire acondicionado, así que solo podíamos bajar las ventanas. Puso la música a todo volumen, yo le repetí el nombre del hotel y él dijo que eso era mera elegancia, y arrancó en tercera. No le importó la vida de nadie, ni la suya propia, y nos llevó por toda la autopista como si se estuviera jugando todo en una carrera. Nos dejó tirados en la puerta del hotel en doce minutos y nos dijo: “Que disfruten, caballeros. Me llaman a cualquier hora y si no disfrutan, también me llaman, igual los recojo”.

- El señor, Andrés, ¿no?, Andrés asintió. - Ustedes van donde el escritor, ¿no?, dijo el portero sin que hubiéramos abierto la boca. Confirmé, y Andrés se entró sin pedir permiso al pequeño baño detrás del escritorio del celador, y este le gritó: “¡Ese baño es mío!”, a lo que Andrés le preguntó: - ¿Es que usted prefiere que yo me cague en la divina casa del escritor? "Siga entonces, pero al menos pida permiso", dijo el portero. 

Me serví agua que tenían en una jarra en la mesa y el portero llamó, dijo: "El escritor los espera, pero les manda decir que le traigan lecherita y un aguacate, que, si no me muestran eso, no van a poder subir". Yo estaba totalmente sobrio y para mí esa petición no tenía sentido, pero luego de verificar que no es una broma, le dije a Andrés cuando salió del baño que nos fuéramos juntos al Olímpica muy cercano a comprar lecherita y aguacate, que sin eso no había entrada, y que nos diéramos prisa pues solo teníamos media hora.

Debimos a dar la vuelta al Olímpica a dos cuadras. Solo yo tenía las tarjetas, y todo el efectivo se lo había dado al taxista suicida. Encontramos lecherita y un aguacate, pero entonces la tarjeta fue declinada. Empecé a estresarme porque no teníamos cómo pagar la entrada, y que el escritor se iba en media hora, que en todo caso yo había insistido en llegar temprano, y entonces pensé: pues no importa, a empeñar lo que sea. Vi el relojazo a Andrés, no tan trillado como el mío, caminamos tres cuadras más, todos sudados, y en la casa “Diamante Azul” lo cambiamos por cincuenta mil pesos. Con eso volvimos al Olímpica donde la lecherita y el aguacate seguían en la registradora, lo tomamos en las manos, sin ninguna bolsa, y nos devolvimos corriendo al hotel, donde le mostramos al portero las dos cosas. Volví a llamar, asintió y nos dijo: "Sigan hasta el piso noveno, para subir a la suite de allá toca subir una escalera en otra puerta al fondo, 4566 es el código. No se vayan a demorar mucho que el escritor tiene un evento hoy", y me pidió que le consiguiera un carro. "Fresco, hermano, ya nos vemos", pasamos, seguimos, estábamos camino a la gloria.

Subimos por el ascensor que parecía tener más años que nosotros, y una señora mayor, muy elegante, estaba allí recostada. Nos hizo la charla, nos preguntó qué hacíamos allí. Le dijimos que estábamos de turistas. Nos preguntó si éramos artistas de cine, pues parecía que nos había visto. Respondimos que no, que nada, que éramos médicos, pero ya no hacíamos medicina. Cuando el ascensor se iba a cerrar y ella se bajó en el piso séptimo, le pregunté a la señora qué hacía, a lo que solo me respondió: “Yo soy rica”. Sonrió y nos envió un beso. Salimos en el noveno piso, caminamos por el pasillo que estaba misteriosamente lleno de espuma y olía a lavanda, y encontramos al final la puerta. Pusimos el código 4576, no sirvió. Probamos 4586, tampoco. Luego 4666, y nada. Me desesperé, me bajé entonces nueve pisos. El ascensor tardaba mucho, pero no tuve que salir, pues el portero me gritó: “¡4566!”. Volví a subir, y cuando lo hice, Andrés ya había abierto y estaba sentado en la escalera alfombrada y elegante. Subimos juntos la pequeña escalera, que a la mitad tenía un ventanal hermoso de marco dorado que daba al océano, y al llegar arriba, la puerta estaba abierta.

Golpeamos la puerta abierta, gritamos, pero nadie contestaba. Entramos en la sala, que estaba impecable, salvo por las bolsas de maní y botellas de agua esparcidas por todas partes: en el tarimón, en el suelo, en el escritorio, en el borde de las ventanas, en el sofá, en todas las mesitas. Avanzamos cautelosamente hasta que la voz del escritor se escuchó: “Estoy en el baño, sigan. Traigan acá la lecherita y el aguacate”. "Mierda", dijo Andrés, "esta lecherita es grande y no tiene abre fácil". Fuimos a la cocina, intentamos abrir la lata con un cuchillo, pero no pudimos. Tras varios intentos, el cuchillo resbaló y Andrés se cortó el dedo. "Vamos, ¡vamos!", exclamé. "¡Tu mano!", le dije, pero él insistió: "Vamos, vamos". Se amarró un trapo sucio de la cocina, que pronto se empapó de sangre, y llevamos el aguacate y la lecherita abierta al escritor que nos esperaba en el baño.

Entramos y estaba acostado en la tina cubierta de espuma. Dijo: "Dejen eso por ahora allí sobre una de las mesitas. Traigan esa butaca y otro de ustedes, si quiere, siéntese en la silla del inodoro. Esperen, ya me termino de remojar, que estoy muy sucio. A esta edad, uno se tiene que bañar varias veces. Y usted, ¿por qué tiene sangre? Lávese. Llegan tarde y yo tengo, o tenía, una cita en media hora. Igual, podemos hacerlo acá de una vez, pero déjenme, me alisto".

-Gracias por darnos ese tiempo - dije. - Ha sido una locura llegar hasta acá. Mañana tenemos una boda.

- Y les tocó trabajar hoy?, dijo el escritor.

- Esto no cuenta como trabajo - dijo Andrés riéndose.

- Maestro, de todas maneras, verlo, aunque sea bañándose... Cuéntenos algo que quiera. Esto no tiene que ser formal, dije yo incomodo sobre el inodoro.

- Yo pensé que sí era formal, y que si era era trabajo - respondió mientras se acomodaba mejor en la tina. - Déjenme, me siento.

- Dígame - dije yo- esas ficciones suyas, ¿son cosas que le gustaría que hubieran pasado?

- ¿De qué hablan ustedes? - contestó. - Yo me he vivido varias veces. Escribirlo es no vivirlo menos. ¿Acaso no saben que las mejores historias no han pasado?

- Concibe un mundo entonces mejor en sus historias? - pregunté.

-  Mejor no - dijo, acariciándose las tetillas con una esponja. - Tampoco el cliché que dice que más 'aguantable'. Más divertido, tal vez. Alcánzame ese frasco de espuma.

- No le da pereza - le dije mientras le pasaba el frasco -, que todos se acerquen a usted con la necesidad existencial de compartir su angustia y usted se sienta a lo mejor naturalmente agotado de escuchar lo mismo.

- Me da compasión que crean que su angustia es especial, que no se den cuenta de lo corrientes que somos todos. Así como me da angustia que crean todos que tienen que decir algo. ¿A qué vienen esas preguntas? Pásame más bien la cuchilla; me voy a afeitar.

- A eso hemos venido - dije yo. - Se supone que habláramos.

- No lo tenía en mis planes, pero la verdad es que se nota que pensaron mucho las preguntas. Pensaron no repetir las preguntas obvias.

- Nos cachó - dijo Andrés. - Pero no nos puede culpar por querer decir algo distinto.

-Los culpo por querer sorprenderme, y a usted un poco por atreverse a venir borracho y con aires de edecán de banda de salsa a esta, mi casa, que es la suya también, dijo el escritor, mientras se masajeaba la cabeza llena de espuma.

-Durante todos esos primeros minutos, sólo le veíamos al escritor su gran cara, su barba confundida con el blanco de la espuma, su panza y todo su cuerpo estaba escondido bajo el agua.

-Tenía razón ese marica que dijo que la vida es como el agua - dijo el escritor. Luego extendió las piernas y sacó sus pies llenos de callos, colocándolos sobre el borde de la tina. - Háganme un masaje. Adoro sentir dolor sobre los pies. El que sea, cualquiera de los dos - ordenó.

Andrés movió la butaca y, como si le estuviera haciendo un pedicure, comenzó a masajear los dedos del escritor. Estos eran gruesos, los pies calludos, y algunos huesos sobresalían bastante. Andrés empezó a presionarlos como si practicara reflexología. Entonces, aproveché para hacer una pregunta.

- ¿Cuál es el sentido de escribir?, dije yo.

-La mayoría de los escritores te repiten esa retahíla pendeja de que es que "uno la toca". Eso no es verdad, a uno no le toca nada. Cada elección de palabras es una elección, siempre hay una razón para esa sinrazón. A mí, por ejemplo, me duele mi infancia, me duele que mi país sea una basura, casi me duele, pero me gusta ese dolor, así como me gusta este dolor en los dedos. Supongo que, para mí, escribir es una perversión. Venga, arrodíllese cerca, y si no es mucho pedir, termine de aplicarme el champú.

     En ese punto, la situación me pareció tan surrealista que pensé que sería aún más extraño no continuar. Así que me acerqué al borde de la tina y continué masajeando el champú en su cabello.

-   La inmensidad de cada momento, que se repite infinitamente dentro de sí mismo porque es único e irremplazable, es lo que busco. Trato de aferrarme a esos instantes efímeros, dejar alguna marca, resistirme a la fugacidad del tiempo. Podría hacerlo pintando si supiera cómo, pero tampoco escribo como quisiera, aunque algunos piensan que sí, dijo el escritor estirándose en la tina. 

  -Tanto así - intervino Andrés - que hoy le otorgan un premio.

- Esos premios son una necesidad de otros que uno adopta como propia, porque la vanidad es potente. La vanidad es una verdadera droga, hay que evitar complacerse demasiado.

-  Lo dice mientras está cubierto de champú en una tina, recibiendo dos masajes simultáneos, dije yo.

 - Lo digo mientras sufro intensamente para alcanzar lo que deseo, y mientras anhelo más, porque estoy  dispuesto a soportar el costo de mi vanidad, ayúdenme a pararme.

      Lo ayudamos a pararse entre los dos y pudimos ver su panza colgante, no tan grande, y los bellos grises del pecho.

     - Me da miedo resbalarme. Todo esto quedó mojado y no tengo chanclas. Sujétenme la mano mientras orino, ordenó el escritor. A

     Abrimos el inodoro con el pie y lo sostuvimos de las palmas. 

-     -No les voy a pedir que me sujeten la pija, pero soy capaz de orinar sin sostenerlo, ese es mi superpoder que aún conservo.

 Luego, lo llevamos al tapete de la puerta y allí colgado estaba una bata que nos contó se había robado en un hotel de Las Vegas.

-   Llevemos mejor el aguacatico y la lecherita al cuarto, muchachos - dijo el escritor.

 - Sí, maestro - dijo Andrés-. Séquese bien, que con el aire acondicionado luego le va a dar frío.

-  Mientras caminábamos por el pasillo, nosotros dos detrás de él que caminaba lentamente recogiendo botellas de agua que estaban en el borde del pasillo, le pregunté por qué había elegido ser a la vez un personaje.

-     Yo soy mi mayor obra, una representación final.

- ¿No es agotador? - pregunté.

- Lo agotador realmente es no ser uno mismo - concluyó el escritor.


Salimos a la cocina que teníamos que atravesar para llegar al cuarto y entonces sonó el teléfono. El escritor respondió y durante unos minutos sólo musitó "Ok, ya, bien, espere", y colgó con una sonrisa.

- ¿Es que usted también se llama Andrés? - preguntó el escritor.

 -Sí, señor. Y mi amigo se llama...

 -Lo que importa es que usted se llama Andrés. Tremenda licencia que le ha dado su nombre. Eso sí, muchachos, aprendan que llegar temprano también es ser impuntual y que hay que ser puntual para esperar lo inesperado.

 - Hasta hoy no había magnificado tanto la importancia de mi nombre dijo Andrés. 

 El escritor sentó en la sala y puso los pies sobre la mesa.

  - Bueno, creo que el propósito de la visita ya se cumplió. Se pueden llevar el aguacate y la lecherita, dijo mirando hacia la puerta.

- ¿Le puedo dar un abrazo? - dije yo.

-        pero claro, pero agáchese, me dijo el escritor.

Me agaché y le di un abrazo de algunos minutos. Andrés García le dio una reverencia y salimos a toda prisa del apartamento. Bajamos la escalera, salimos por la puerta elegante, tomamos el ascensor viejo y en el escritorio del portero vimos a dos muchachos; uno de ellos llevaba una lecherita y un aguacate más grande que el nuestro.

A los 10 minutos, íbamos a toda velocidad, Andrés y yo, llevados por el taxista suicida, a toda máquina en el filo de la muerte. En el esplendor de ese momento, el aire húmedo nos golpeaba. Este es el país infernal donde todo es posible. Es la lluvia de los dioses la que nos empapa; somos los elegidos del devenir en el futuro.

Ya estábamos llegando a dejar a Andrés en Playa del Ritmo cuando me dice:

          -Marica, no se te ocurra nunca escribir esta historia.

          -No, claro que no, jamás. Se lo juro


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