El adiós del mentor

 

Mi padre es una mala persona, y una de las convicciones más firmes que he tenido toda mi vida es que no quiero ser como él.  Sin embargo, no pocas veces me vi a mí mismo, especialmente en mis veintes, anhelando irracionalmente esa presencia. No la de él, sino la de alguien mejor que no existía. Se habla de mucho de que los padres no eligen a los hijos, pero poco se habla de la tragedia de los hijos que no elegimos a nuestros padres.

Algunos días en la calle, en esas épocas cuando caminaba sin dirección en el centro de Bogotá buscando una revelación vocacional que jamás encontré, no entendía por qué me enternecía ver a un padre mayor abrazando a su hijo en pleno andén, algo que pasaba con frecuencia, sobre todo en días de grados en las universidades privadas del sector. Ese abrazo ajeno me hacía pensar en ese tipo de afecto, para mí desconocido, como algo que quería tener. Toda mi vida académica, para mi fortuna, tuve con una sola excepción, maravillosas tutoras mujeres, pero en la primera parte de mi vida académica, por el patriarcado que aún impera en medicina, mis mentores fueron hombres, y hubo especialmente uno que marcó mi vida definitivamente. Esta historia es la de él, la del encantamiento que logró, de las enseñanzas que me dejó, y finalmente, la del día en que pidió no volverlo a buscar más.

Pocas personas lo saben, pero yo llegué a la carrera de medicina extraviado. Nunca estuve seguro de querer ser médico. Creo que tuve todas las crisis posibles: al finalizar básicas, al comienzo de la clínica, en el internado... a mí me rescató la Epidemiología, y pasé todos los semestres iniciales esperando llegar a cuarto para verla. Había leído sobre los epidemiólogos del VIH en un librito que compré en dos mil pesos que se llama “Al filo de la duda”. Y en ese camino, corto aún, se me había dicho que el profesor M era el mejor, todos me decían que era un ser fascinante, y yo estaba muy entusiasmado por inscribirme en su curso.

En la Universidad Nacional, la plataforma académica SIGAA permitía que los estudiantes con mejores promedios eligieran primero sus cursos y profesores, así, quienes tenían peores calificaciones, debían esperar y tomar los cupos que quedaran disponibles. El día de la inscripción del cuarto semestre me levanté a las 6 de la mañana para matricular el curso con el profesor M. Estaba muy feliz. Fui, quizás, el primer estudiante en matricularse.

Sin embargo, fue grande mi sorpresa cuando unos días después, en la primera clase de Epidemiología, el profesor M me dijo que no estaba en su lista de estudiantes. Fui a la oficina encargada, y me dijeron que estaba registrado con otro profesor. No tenían más cupos con M, y ya no podían hacer nada. Alegaban que yo mismo había hecho el registro. Por mi parte, yo estaba seguro de lo que había hecho, pero no tenía como demostrar la equivocación. Estuve triste, tomar la clase con M me llenaba de ilusión.

Un año después, tomando cerveza, un compañero me confesaría lo que pasó. Su combo de amigos, muy unido, estaba triste porque dos de sus compañeritos -los menos aventajados- se habían quedado por fuera del curso con M, y como ellos tenían que estar juntos hasta para ir al baño, se aprovecharon de que nunca actualicé mi clave del SIGAA (el ID) y me sacaron del curso en el que me había registrado. Me cambiaron con el otro profesor sin importarles lo que yo quería, suplantando mi identidad y aprovechándose de la ausencia de pruebas para demostrar lo sucedido. Esto me llenó de rabia. Yo tenía ilusión y ese grupito antepuso su comodidad sobre mis derechos y decisiones.

Por eso ese semestre no pude tomar el curso regular de Epidemiología con M.  Afortunadamente existía una línea de profundización que duraba tres semestres: métodos de investigación en Epidemiología; un curso al que se inscribían en promedio tres estudiantes y que ofrecía el profesor M. Este curso ha sido el mejor que tuve siempre en la carrera, y quizás el mejor de Epidemiología “básica”, que no era tan básica, porque el profe nos puso a leer a Rothman.

Nos traía los grandes estudios clásicos de la Epidemiología, incluso puedo decir que conceptualmente era más sólida por su claridad que muchos cursos intermedios y avanzados que tomé tiempo después. Sin embargo, lo mejor eran las historias paralelas que nos contaba, por ejemplo: el día en que Nubia Muñoz llegó al Instituto Nacional de Salud, y le dijo a él, a los pocos minutos de conocerlo, que ella le iba a cambiar la vida (y lo hizo), o sobre las ratas gordas de su apartamento en Boston, sus amigos japoneses y su visión sobre la meritocracia, las recetas para las sopas tradicionales italianas (de las que hablamos cuando revisamos los estudios de cáncer gástrico),  y lo buen cocinero que era Mauricio Hernández, un investigador mexicano que yo vendría a conocer siete años después, aunque nunca tuve el gusto de probar su cocina.

La línea de profundización no necesariamente tenía segundo o tercer nivel proyectado, pero el entusiasmo mío y de otro compañero, hizo que abriera el tercer nivel solo para dos personas. Nos sentábamos en una salita pequeña en el sótano mohoso del Departamento de Salud Pública, donde M llevaba unas carpetas viejas con artículos impresos hace más de diez años, con sus notas personales, y sobre ellas discutía. Fue tanto mi entusiasmo, que en semestres posteriores me escapaba de clínicas y repetía cada nivel los dos años siguientes. No me importaba que el profesor contara las mismas historias, ni los mismos chistes malos, aunque sí me sirvió para repasar muchos conceptos básicos. También fue ese el momento en el que tuve la firme convicción de que quería ser epidemiólogo, y si bien hoy la Epidemiología no significa lo mismo para mí, cada vez estoy más seguro de que en parte lo que yo quería, en principio, era ser como él.

M además tenía la particularidad de elogiarnos exageradamente. Me puso 5 en los tres niveles. A mi compañero y a mí nos decía “vas a llegar a ser un gran epidemiólogo”, “usted es una persona muy capaz”, “usted puede estudiar donde quiera”, “usted puede hacer lo que se le dé la gana”. Me decía que él me escribiría la carta de recomendación que quisiera. Claro, hoy sé que esas frases eran esencialmente falsas, pero entiendo que, en ese momento de mi vida, con mi contexto y a mis 20, me generaban confianza, me hacía sentir que podría ser un investigador -aunque haya obviado los obstáculos que luego tuvimos que enfrentar, y aunque esos elogios nos podrían haber hecho daño, de habérnoslo creído mucho-. Fuimos una generación de epidemiólogos formados gracias a él, quienes reconocemos su capacidad docente, su claridad conceptual y su maravilloso sentido del humor.

Hasta los 20 años yo nunca había salido del país. Para mi familia, en esa época, salir era visto como un gran logro, pues solo un tío lo había hecho: mi tío Isaac, quien trágicamente moriría poco tiempo después. Estando en octavo semestre de medicina presenté una ponencia al Congreso de Investigación en Salud Pública en Cuernavaca, México, gracias al apoyo de las profesoras Consuelo López y Patricia Reyes. La Universidad Nacional tiene, o tenía, un programa con el que se promueve la movilidad internacional de los estudiantes. A mí me aprobaron el apoyo para participar en el Congreso, pero el cheque, por los trámites típicos de la Universidad Pública, no salió a tiempo, y faltando cinco días, no tenía para el boleto.

Le conté al profesor M y me dijo que pasara a su oficina al día siguiente. Yo iba entrando a la Facultad, y lo ví por la ventana que da al parqueadero donde estaba en el aula pequeña del “sótano”, y me hizo señas para que diera la vuelta. Lo esperé en su oficina, al salir sacó una chequera y me firmó un cheque por 4 millones de pesos a mi nombre. Me dijo “vaya disfrute, vaya aprenda, y me cuenta”. Ese acto de apoyo, considerando que yo no tenía más alternativas, me llenó más de cariño por mi mentor. Puede que tarde que temprano yo igual iba a salir del país, pero la verdad es que, gracias a él, a las otras profesoras, y a la Universidad Nacional, pude viajar esa primera vez, y nadie podrá entender mi felicidad cuando el avión despegó esa tarde. La ciencia me daba la oportunidad de conocer otra cultura, fue tanto ese entusiasmo que mi enamoramiento por México me llevaría, poco tiempo después, a vivir allí casi cinco años.

Luego de eso, de un momento a otro comenzamos a hablar con el profe M de otros temas. El solía fumar de pie afuera de la Facultad. Yo siempre disfrutaba llegar unos minutos temprano para hablar con él. Hablábamos de la violencia política del país, de lo peligrosos que eran los hermanos Moreno (antes de que supiéramos todo), de la Ciencia en el país, de los epidemiólogos críticos y su retórica petrificada, de la Academia circular, de la niñez, de Safo, una poeta lesbiana de la Isla de Lesbos, de Óscar Wilde, de Borges, de la salud de Jimmy Carter, de lo aburrido que era darle clase a los de Epidemiología clínica a las 6 de la mañana.

Otras veces era yo quién iba a su oficina, él me vía y me decía “¿quiere hablar”, yo le decía que sí, y decía “espere saco un cigarrillo”, y nos íbamos de pie atrás de la facultad, y le contaba mis dramas vocacionales, mis dudas con la clínica, mi cansancio con el sistema universitario, mis deseos creativos. Él, con una mezcla de cinismo, pero también de pragmatismo, me contaba ejemplos históricos, era capaz al tiempo de decirme que las cosas no tenían mucha importancia, pero también de motivarme profundamente. Él no soportaba mucho las expresiones de afecto, por eso cuando su madre falleció me dijo que le desesperaba las palabras clichés de falso consuelo de todos los que se encontraba en el pasillo.  

Comencé a dejarle mis primeros artículos en la casilla, junto con un lápiz rojo, y él me los devolvía como su tuvieran Sarampión, y luego ese era otro pretexto para poder hablar sobre cualquier tema.  También le di a leer mis cuentos, y una vez me citó a su casa, y sacó una copia impresa, y me los devolvió rayados con muchos comentarios, principalmente gramaticales. Sin embargo, me dijo que yo debería ser escritor, y dejar la Epidemiología (él, que me había metido en eso). Yo ya estaba pensando en hacer una Maestría, y por miedo nunca le hice caso, para esa época ya sabía que él exageraba los elogios, pero en este caso el riesgo era muy alto.

Duramos muchos años así con esas charlas periódicas, hasta que yo me gradué de médico comencé a moverme en el país, y al poco el tiempo él se retiró de la Universidad. Esa facultad mezquina nunca le hizo la despedida que merecía, pero a él tampoco le importaba. Luego cuando estaba en México, y lo llamaba cada seis meses, tratando de recuperar nuestras conversaciones, pero nunca fue lo mismo. Solo me decía que estaba bien de salud, que había visitado Suráfrica, que estaba leyendo filosofía antigua, que pasaba el día esperando la enfermedad o la muerte, y colgaba a los cinco minutos.  

En unas vacaciones le pedí vernos, y en su casa me ofreció una Coca-Cola. Estuvimos poco tiempo, hablando banalidades, yo como siempre le agradecí todo lo que hizo por mí, y lo actualicé de chismes. Fue entonces cuando luego de una bocada de cigarrillo, me dijo que por favor no lo buscara más, que él ya no tenía nada nuevo de enseñarme, que él ya me había enseñado todo lo que podía. Tuve una sensación que no puedo describir.

Me quedé huérfano de mentor. Ese día nuestro vínculo se rompió para siempre, y entonces me prometí (y cumplí) no llamarlo nunca, no buscarlo nunca más. Enfrentaría mi orfandad con dignidad. Así lo hice todos estos años.

Hace pocas semanas estuve en Bogotá, y mientras caminaba por Unicentro me lo encontré sentado afuera de un café. Le pedí permiso para sentarme. Accedió.  Hablamos varios minutos. Compartimos nuestra preocupación por el país, los chismes de sus discípulos incluyendo uno que él dijo que se ha vuelto “todo un pendejo” con lo que estoy totalmente de acuerdo. Dijo que no le interesaba nada relacionado con la pandemia.  Yo no le quise decir lo de siempre, porque sentía que lo iba a hastiar, tampoco fui capaz de decirle todo lo que pensaba. Me dijo que su único plan era morirse, y que estaba leyendo libros que olvidaba a los pocos días, pero que entonces tenía la ventaja de que esa amnesia le permitía volverlos a leer y a disfrutar una y otra vez.

No hablamos casi nada de mí, ni de mi paso por el Ministerio, ni de mi carrera académica. Nunca me dijo y ya nunca me dirá, si estaba orgulloso de mi, y yo lo sabía, lo supe ese día, pero soy un hombre maduro que no puede seguir esperando esto, debo aceptar que él no me lo tiene que decir, pero sobre todo que no lo tiene que pensar, aunque sea gracias a él que estoy aún metido aún en esta empresa, que, a pesar de tantas ilusiones y frustraciones, sigo disfrutando.

Al terminar sus dos cigarrillos, y yo mi café, se puso de pie. Le pedí un abrazo, solamente por tener en mi registro histórico personal el habérselo pedido. Me dijo “por supuesto que sí”.  Me abrazó por primera y, probablemente, última vez. Le dije que le agradecía todo lo que había hecho.  Él no dijo nada, solo se despidió con “Bueno, Julián, que le vaya bien”.

Se fue caminando lentamente. El mentor, hoy con más de 70 años, el mismo que me pidió que no lo buscara más, se fue alejando por la calle 127 hacia el Oriente, yo me quedé allí pensando que soy también gracias a él, que eso siempre va a estar conmigo, y que nadie me lo va a quitar. Ni siquiera él.

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