La ciencia, la desazón suprema y el amor

Los cuarenta están muy cerca y siento que jamás podré librarme de esta desazón suprema.

Aquellas ideas que antes inspiraban mis anhelos más profundos, junto con la convicción de que la Academia aportaría a mi vida no sólo realización personal sino también la sensación de ser parte de una actividad humana suprema, parecen haberse desvanecido. Mis ilusiones actuales son meras sombras, casi todos mis ídolos vivos han caído; ya no existe nadie a la que anhele seguir, ni un rincón donde me parezca factible ser lo que soñaba ser. 

No es la depresión de antaño, es una profunda calma, la certeza serena, la desazón suprema de la verdad, esa tragedia que sólo es posible cuando se alcanza lo soñado.

Me doy cuenta de que ya no siento esa íntima conexión con mi labor en esa cadena invisible de esfuerzos generacionales en la que creía. Eso siempre fue un espejismo para mi, algo inexistente pero que, a la vez, me impulsó a dejar todo atrás, a dedicar mi vida entera al sendero que se suponía me conduciría hacia ello. 

Algunos mostraban, y aún muestran, esa senda como un camino iluminado; al final del cual brilla esa posibilidad del conocimiento, como un movimiento conquistándolo todo. Pocos se atrevieron a advertirnos de sus sombras; y quizás no teníamos que haberles creído entonces. Es más, menos mal que no les creímos.

Es patente que el sistema académico es un oficio, los incentivos están alineados a ciertos productos, y lo que se etiqueta como éxito es realmente la capacidad de adaptarse a lo que el sistema demanda. Con algo de habilidad, paciencia, competencias y habilidades sociales, es posible conseguirlo, pero eso no representa, aunque nos lo hagan creer, los verdaderos propósitos detrás de la Academia, o al menos no los mismos que a muchos nos llevaron originalmente hasta aquí. 

En la realidad, reina detrás de todo la necesidad de algunos de perpetuarse, el control de recursos, la visibilidad, el poder, un poder que a menudo es fútil, como ser poderoso en un videojuego, acumulando puntos de un personaje que no existe, y que por lo mismo no puede salir de la pantalla. Estamos como atrapados en la pantalla en la Academia. 

Tampoco es porque estemos fuera del mundo real. El mundo real, lo que sea que sea, es igual e incluso a veces peor. Además, la Academia también es parte del mundo real y, por ello, reproduce lo peor de ese mundo, aunque tratemos de ocultarlo. Ciertamente, "afuera" la lluvia es diferente, pero también existen allí otras desazones, quizás peores, a las que uno se enfrenta. La lluvia puede caer de manera diferente, pero al final te mojas y debes adaptarte porque la ropa que llevabas ya no te es útil. Es necesario adoptar otro disfraz.

Por eso tampoco confío en la política. A pesar de que la considero necesaria, y de que es deseable que haya gente buena que crea en ella, creo que como todas las empresas humanas tienen a corromperse, y que al final produce la misma desazón a los que son honestos consigo mismos. Lo he visto, tantas veces, de cerca, de lejos, incluso cuando me negaba a querer verlo.

 Además, cualquier intento de transformación real es incompleto e imperfecto. Frecuentemente, en nombre de grandes utopías, se han generado las peores pesadillas de la Historia. He desarrollado una profunda frustración ante estos procesos, reacio a enfrentar la mezquindad humana y corriendo el riesgo de volverse uno mismo mezquino; lo peor es pensar que los mezquinos son solo los demás. La desazón suprema ha cubierto como una sombra alargada todos los rincones, incluso aquellos que creía protegidos, transformándonos en algo que no deseábamos ser.

¿Podría decir que todas las causas humanas me han desencantado?

Bueno... no. Tal vez exagero. De hecho, ni siquiera creo plenamente en este texto y, probablemente, me arrepentiré de lo que escribí al final. Antes de terminar, ya empiezo a dudar. La verdad es que tiendo a exagerar. Sin embargo, sigo estando irremediablemente admirado por esa Ciencia con mayúscula y, en abstracto, por el entendimiento como una posibilidad humana fascinante, así como el encanto de la naturaleza misma.

Lo que realmente me genera desconfianza es el sistema académico. Ya no confío en lo que creía que era el camino correcto. He perdido la fe en el oficio disciplinario.

He sido testigo de tantas cosas y renuncio a engañarme a mí mismo.  Los he escuchado a mucho en la intimidad, he visto al desnudo sus motivaciones, he presenciado cómo funciona para ellos, he escuchado la historia que se cuentan, yo mismo he contado esa historia sobre yo mismo. No puedo engañarme ni quiero engañarlos. 

Es una desazón de alguna manera liberadora, no hay sufrimiento en ella, sólo contemplación de la contundencia de los hechos. 

Sin duda, creo que algunos han conseguido burlar al sistema, hallando un espacio para subvertir esas restricciones, esa aburrida senda construida que se supone hay que seguir, y que ellos son capaces de derribar, pero eso parece ser un privilegio, una oportunidad que por ahora me es negada. También están los genios cuya brillantez les permite la libertad de crear y ser lo que deseen. Parte de este sacrificio radica en aceptar que uno no pertenece al grupo de los genios.

Unos parecen no darse cuenta de que no es así, pero muchos otros sí lo saben. No hablan de ello, o si lo hacen, es sólo a través de chistes, un comentario ocasional, como si fuera algo que todos aceptamos y de lo que sólo queda burlarse. Esa ilusión es necesaria para seguir adelante, para justificar nuestra dedicación previa al sistema y sostener todo el entramado. Algunos aceptan esa realidad con resignación, o con cinismo. Tal vez, con astucia, han logrado separar lo que debería ser de lo que simplemente es. La Academia no define su vida, no estructura su personalidad ni su propósito. Es simplemente su oficio y, quizás, así es como muchos debimos entenderlo. Por eso pueden ser felices, no piensan mucho en ello o lo ven desde otra perspectiva.

Pero la desazón suprema crece, aparece tras cada reunión, luego de cada artículo enviado, siempre está puntual los domingos por la tarde. Todo el mundo sabe que está ahí, pero es inútil pensar en ella, no se debe meditar en cosas que no produzcan. Hay que avanzar, continuar con lo siguiente. Hay que producir, darlo todo, ser el mejor, subir todos los indicadores, promoverse, ascender sobre las escaleras imaginarias. Hay que lograr lo que viene después, porque lo que ya hemos conseguido ya no importa, ahora importa lo siguiente. Nunca es suficiente, aunque si damos suficiente espacio al silencio sabemos que el sentido profundo se ha perdido. Qué estamos saltando entre las nubes que sólo unos pocos ven. 

Debemos hacer algo con la desazón suprema. 

Es posible ser feliz en medio de la desazón suprema. Es demasiado grande para esconderla debajo de la cama con el resto de los trastos y esperar que desaparezca. Tampoco la idea es reemplazarla con otras posibilidades banales, como acumular bienes, propiedades, o experiencias, que son como cosas pero que no permanecen más en la memoria que también se pierde, con el tiempo cada vez más rápido.

No son las experiencias pasadas, entonces. No es la ilusión, tras tantos años, de que será diferente en el futuro. La promesa del porvenir ya no tiene sentido a estas alturas. No será diferente en su esencia. La angustia siempre será la misma.


Quizás es el presente.


Quizás es el deleite de escuchar


Quizás es el deleite de escuchar aalguien una idea un día, una idea que no era necesaria, o no sabíamos que era necesaria, pero ahora importa. 


Quizás es recordar y deslumbrar la belleza del entendimiento de algo aunque sea minúsculo frente al todo. 


Quizás son las preguntas que nos formulamos. 


Quizás es inspirar a otros, aunque inspirar sea a veces mentir un poco.  


Quizás son los raros pero existentes momentos de solidaridad cotidiana con los demás. 


Quizás es lo que sucede cuando nadie nos observa. 


Quizás es el amor maternal que no flaquea ni siquiera ante los peores desaires.


Quizás es la gatita tomando el sol en la ventana a la que no le interesan estas reflexiones que no conducirán a ninguna parte. 


Quizás es solo verla a ella, a Maylen, y pensar que empieza un día posible, que sonreiremos juntos, que existiremos un día más. Que compartiremos nuestra angustia. Que intentaremos superarla, por separado, y a veces juntos.


Y tal vez mañana volvamos a soñar con algo, otra vez, como escalando una montaña que conduce a un valle, una nueva ilusión que siempre lleva a una nueva desilusión.


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