Pérdidas que no se lloran

 

En su ensayo ‘Sobre la tristeza’, Montaigne narra la historia de un rey que, habiéndolo perdido todo, fue encerrado en una celda. El soberano supo desde su encierro cómo le quitaron sus riquezas, propiedades, su familia, y hasta su honor; y sin embargo, se mantuvo imbatible ante la derrota.

 

Desde la ventana de su celda pudo ver cómo llevaban a su esposa e hijos, de a uno, por turnos, a ser ejecutados. Sabía, al verlos pasar, que era la última vez que los vería. Ante cada hecho, ante el paso de cada ser amado divisado desde su ventana, el rey seguía igual de inquebrantable. Nada lo hacía doblegarse.

 

Finalmente, luego de varios días encerrado, vio pasar -a través de la misma ventana- a su esclavo llevado a ejecución y, entonces, cayo irremediablemente de dolor. Llora de forma incontenible y se desbordó en su desesperación.

 

Montaigne se pregunta, o nos hace preguntarnos, sobre el porqué el rey no sintió o no expresó ese mismo dolor con la pérdida de su familia, pero con la muerte de su esclavo. ¿Acaso esa última pena desbordó todas las demás? ¿Tal vez aquello que parece menos grave, le despiertó, paradójicamente, un mayor dolor? ¿Había una relación insospechada de afecto con el esclavo?

 

Mi sensación, hasta hoy, es que la historia resalta la extraña naturaleza del dolor, su no proporcionalidad, su falta de racionalidad, pero, también, el vínculo entre personas que no siempre es el esperado o, por lo menos, el que los demás sospechan. Tengo una sensación similar con la nostalgia, siento que no es lógica, ni proporcional, mucho menos racional. De niño, recuerdo tener la extraña sensación de tristeza de abandonar un lugar en el que había pasado días u horas, como si fuera mi hogar.

 

Me parece recordar sentir melancolía, sentado en una flota en un terminal, con pena de abandonar un pueblito en el que había estado apenas por tres días. También de niño, fui expositor en Expociencia Juvenil en Corferias, por cinco días. El último día recorrí los pabellones de la feria y recuerdo sentir una tristeza profunda al ver desmontar los stands y las carpas.Como si fuera una ciudad en que hubiera vivido siempre, y ahora iría a desaparecer.


A José Arturo Enríquez nunca lo conocí. Era un profesor mexicano, de química, que vivía en Zacatecas. Se la pasaba hablando de Ciencia y cine. Comenzamos a debatir intensamente, pues era un eterno contradictor, y por esa época yo me obsesionaba con discutir con extraños por internet.

 

Aunque era una libertario insoportable, tenía una sensibilidad que me capturó, una generosidad con el conocimiento, a pesar de su terquedad, y hubo un año, durante mi doctorado, en que "hablábamos" casi a diario por internet.

 

José Arturo me orientó cuando tuve mi primera gata, adoptada luego de verla pasar por un caño en Cuernavaca, y me enseñó a alimentarla. Desde entonces los gatos nos unieron, las fotos de gatos propios y ajenos, los vídeos y las historias sobre gatos. Llegué a considerar a José Arturo como mi amigo.

 

Tal vez por eso padecí cuando comenzó a contar que por su obesidad mórbida ya no podía andar en moto, su otra pasión, tan fuerte como la de los gatos, y decía que necesitaba una máquina para no ahogarse en la noche mientras dormía. Empezó a quejarse de que la universidad no le apoyaba para desplazarse, pues no podía subir a los salones más altos, y de que el seguro no le daba la máquina de presión positiva que necesitaba.

 

Publicaba fotos de máscaras y aditamentos para dormir que compraba de forma obsesiva. Sus últimos meses que eran un martirio me hacían sentir incómodo al leerlo, porque en sus redes publicaba su desilusión cada día con mayor amargura que el anterior. En una de sus últimas publicaciones puso una dura sentencia: “tengo obesidad, pocas oportunidades de crecimiento profesional, no tengo apoyo de la universidad ni seguro, no sé qué puedo esperar”.

 

Recuerdo haber notado por una semana larga que José Arturo no comentó nada de mi Facebook, pensé que estaba enfermo o se había rehabilitado del internet. Días después, una amiga de él comentaba en un mensaje que lo había encontrado muerto. Luego de una semana, visitaron su casa y, según contaron en un grupo de Facebook, habían encontrado ocho gatos, una tarántula, una serpiente y unos lagartos. Hicieron una campaña para dar en adopción sus animales.

 

Nunca conocí a José Arturo, pero me abatió una gran tristeza y terminé llorando un día en que, estando solo, comprendí que nunca más me iba a escribir.

 

El 17 de noviembre se cumplieron cinco años de su muerte; nunca he sido capaz de escribir en su perfil (https://www.facebook.com/josearturo.enriquez) como muchos otros internautas han hecho, pero confieso que a veces entro a ver lo que le escriben. Hay gente que le cuenta sobre la pandemia y la 4T de México. ¿Y yo? . Yo sólo leo y revivo esa nostalgia del hecho de su inexistencia, pero sintiéndome cómplice de saber que, aún hoy, muchos que no lo conocimos en persona, lo extrañamos igual.

 

Unos meses después murió mi tío Isaac, probablemente la persona más influyente de mi infancia y adolescencia. No era alguien que compartiera todos mis valores -ahora que lo pienso bien- no voy a mentir, pero en mi familia era la principal inspiración que tenía al pensar en una vida diferente y, por eso, fácilmente lo convertí en un héroe.

 

A mi tío sí lo toqué, lo vi, lo sentí, lo pude tener cerca cuantas veces pude. Todavía recuerdo que me levantó, siendo muy niño, para encestar mi primer balón en la cancha de Monguí; que me enseñó a sonarme los mocos o que me preparaba, irresponsablemente,  insaludable jugo "Tang" para desayunar.

 

Mi tío pretendía hablarme de mujeres, cuando en algún momento yo sospechaba ser menos torpe que él con ellas, aunque al final la vida le diera la razón en algunas cosas. Mi tío fue atropellado absurdamente por una flota Libertadores, en la vía que va de Tibasosa a Sogamoso.

 

Recuerdo que estuvo en Ciudad de México en 2014 y me dio pereza viajar a verlo, sin saber que pudo ser la última vez que lo hubiera visto de hacer ido. En cambio, me enteré de la noticia, también muy cerca a estas mismas fechas.

 

Nunca lloré a mi tío, es la verdad, ni sentí una tristeza aguda ni una desesperación; ni escribí en todo lado cómo me sentía. Se trata más bien de una certeza sorda, una desolación a la que tenía que abnegarme, un silencio al que me obligaba la vida.

 

Javier Idrovo, quien le gustaba jugar a ser mi Pepe Grillo, una vez me dijo que no entendía por qué me había dolido más la muerte de José Arturo que la de mi tío. Me dio rabia el comentario. La verdad es que todavía no sé.

 

Todo esto de la nostalgia y el retorno tiene muchos caminos. Uno es no visitarlo. Oliver Sacks cuenta sobre un pintor que pinta de memoria el pueblo de su infancia, Pontito, en Italia; lo pinta obsesivamente, pero no estaba seguro de volver y confrontar sus ensoñaciones con el Pontito actual.

 

Cuando regresé de México hace seis años, volví varias veces, todas cuantas pude, pensando que al volver recuperaba algo. Comencé a darme cuenta de que entre más volvía, menos había para mí en ese país. Pronto descubrí que de tanto volver había perdido lo último que me quedaba de México o de esa época de México: la nostalgia.

 

Comencé a perder la nostalgia y con ella el vínculo profundo que tenía. La tragedia de la nostalgia es que no solamente se extraña algo que ya no es, sino tal vez, también, que nunca fue del modo en que añora la memoria. De pronto debí hacer como el pintor de Pontito y quedarme con mis representaciones mentales para siempre, o hacer una peregrinación final de cierre y ya está, como hizo el personaje.

 

A veces pienso eso mismo sobre la memoria de mi tío Isaac, que de tanto volver a ella, se podría acabar; que, si visito los recuerdos con más frecuencia, se van a terminar; que, si me permito vivir intensamente en ese dolor una vez más, se irá de mí. No quiero eso.

 

Es extraña esa naturaleza de la tristeza, a lo mejor existe una forma sobria de ella que merece otro nombre; es una sensación pesada, pero hermosa a la vez, de que hay alguien que no se puede llorar una vez, ni mil veces, sino que se incorpora y se lleva, como esas cicatrices incurables de la cara que aprendemos a no ver en el espejo, pero que siempre están allí.

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