Viruela símica: nombrar lo que no quieren nombrar
Al comienzo de la implementación del Plan Nacional
de Vacunación contra el COVID-19, le planteamos a Fernando Ruiz la posibilidad
de priorizar explícitamente a las y los trabajadores sexuales. El entonces ministro
estuvo de acuerdo. “Tenemos que hacerlo, pero no va a ser fácil”.
La priorización para la asignación de vacunas
contra el COVID-19 en Colombia fue un proceso complejo, sujeto al choque entre
el interés general y los múltiples intereses particulares y competitivos. Los principios
orientadores explícitos, como la equidad sanitaria y la justicia social, fueron
determinantes para disponer primero las vacunas a quienes más las necesitaban:
las personas en mayor riesgo de enfermedad grave y muerte. Esta decisión trajo
consigo importantes beneficios adicionales: al proteger primero a los más
vulnerables, se esperaba reducir los impactos negativos adicionales para la sociedad
como un todo. Así, la vacunación de los adultos mayores disminuiría la mortalidad
específica y las hospitalizaciones en cuidados intensivos, lo que, a su vez, reduciría
la necesidad de nuevas cuarentenas y con ello, sus graves impactos
socioeconómicos. Esa proyección se la explicamos tempranamente a una poderosa directiva
de Fenalco, quien pedía priorizar primero a la población en edad de trabajar
con el propósito de “reactivar la economía”; al escucharnos, comprendió nuestra
lógica y ofreció su apoyo.
La mayoría de los países del mundo hicieron lo
mismo. La reactivación era una consecuencia deseable de la vacunación, pero no
el fin primero. La evidencia científica, y sobre todo los principios éticos del
Plan, definieron la ruta que logramos mantener cuando las vacunas eran más
escasas. Luego de los adultos mayores y de las y los trabajadores de la salud, se
incluyeron otros grupos poblacionales que, por su mayor exposición, o por un
imperativo ético, debían ser priorizados. Este fue el caso de la inclusión de profesores
de educación básica y media como impulso para la reactivación educativa, algo
fundamental al considerar que eran y son los niños uno de los grupos más
afectados por la pandemia como crisis social -más que por el virus mismo-.
De este modo la decisión no solo partía de la
Epidemiologia, sino de complejas consideraciones ético-políticas. El riesgo
jurídico era que, si se incluía un grupo, otros grupos similares pedirían lo
mismo inmediatamente (por ejemplo: los profesores universitarios exigieron ser
priorizados), sin embargo, si se priorizaban a todos, nadie sería priorizado en
realidad, debido de nuevo los procesos logísticos como la identificabilidad y
sobre todo a la escasez inicial de las vacunas. Al menos durante los primeros dos
meses, cuando existía menor disponibilidad de vacunas, logramos mantener la
focalización para los adultos mayores y trabajadores de la salud, tal como
registraron las primeras cifras de coberturas. Los funcionarios del Ministerio fuimos
vacunados casi tres meses después de iniciado el Plan; el propio Fernando Ruiz recibió
su dosis inicial cuando le correspondió por tener más de 60 años el 30 de abril
de 2021, no por su posición como ministro. No obstante, ciertamente existían otros
grupos que debían incluirse.
Lo hicimos. No fue fácil. Cada mañana, sin
exagerar, tenía más de 40 solicitudes enviadas por ciudadanos y organizaciones que
exigían su priorización sobre el escritorio. Con mi equipo, revisamos cada
petición de grupos diversos como conductores de transporte público, camioneros,
estilistas, veterinarios y cientos más, quienes percibían una mayor
vulnerabilidad o exposición ante el virus debido a su condición u ocupación. Algunos
fueron incluidos porque, al analizar su solicitud, encontramos evidencia
científica sólida nueva, como fue el caso de las personas que viven con
padecimientos mentales y los niños con trastornos del desarrollo intelectual; a
veces la decisión ya estaba tomada cuando llegaba el requerimiento, sin
embargo, no podíamos apresurarnos con las solicitudes, si priorizábamos grupos
con poca evidencia sobre su riesgo incrementado, abríamos la puerta a otros y
la priorización hubiera fracasado en esos días tan críticos de escasez. Por tal
debíamos comenzar con los grupos con menor incertidumbre sobre su riesgo e irlo
evaluando en el tiempo. Hoy, autocríticamente, veo que el problema de este
enfoque es que los grupos más excluidos estructuralmente podrían ser también
los mismos donde menos evidencia científica existía porque precisamente se
estudian menos. Ojalá este problema pueda ser considerado para futuras
experiencias.
El equipo jurídico del Ministerio de Salud y
Protección Social construyó respuestas rigurosas basadas en el principio del
“igualdad material” que complementaron la visión epidemiológica. Ganamos
prácticamente todas las tutelas. La aceptación social no fue unánime, pero el
imperativo era guiarnos por los principios predefinidos. No faltó el debate,
algunos fundamentados, y otros basados en juicios morales cuestionables. Por
ejemplo, algunas personas cuestionaron que las personas privadas de la libertad
en centros carcelarios fueran vacunadas antes que la población joven sin
enfermedades de base. Con juicios moralistas, malinterpretaban que ubicarlos
primero era tener una consideración de la que no eran dignos, debimos explicar
que el criterio nunca se basó en “el mayor o menor valor” de los sujetos para
la sociedad (algo que sería imposible de definir, ¿quién podría hacer eso?), sino
dado el mayor riesgo de infección, y, sobre todo, de complicación y muerte,
bajo la consideración que el derecho era el mismo para todos, y que el riesgo
epidemiológico sólo modificaba el momento de la asignación para llegar así
primero a quienes más riesgo tenían. Eso era lo justo, pero no todos lo
aceptaban. Podrán imaginarse lo que pudo haber pasado si se priorizaban a las y
los trabajadoras sexuales, pero estábamos dispuestos a tomar el riesgo
mediático, y así lo discutimos con Fernando Ruiz, y un par de colegas
directores me apoyaron.
La evidencia sobre mayor riesgo ante el COVID-19
en trabajadores sexuales no era tan sólida, al menos no más similar a varios
oficios que implican contacto físico, pero sí era obvio que ellas y ellos
tenían un contacto muy estrecho debido a su oficio, lo cual aumentaba la
probabilidad de contagio. Si bien hoy sabemos que más que las gotas y el
contacto piel a piel o por fómites, son realmente los aerosoles en espacios
pobremente ventilados los que favorecen la transmisión, y a esa situación se
exponen muchos oficios. El tema lo discutimos tres veces, pero el riesgo era
que otros grupos también expuestos a un alto contacto físico, fuera de los ya
priorizados como personal de salud, pidieran para ellos lo mismo, y las vacunas
no eran suficientes. Por suerte, en pocos días, mientras teníamos la discusión,
la disponibilidad de vacunas creció significativamente, al igual que las
coberturas en grupos de mayor riesgo. En ese punto, era más efectivo masificar el
acceso que mantener la priorización, y eso hizo que todas las personas pudieran
vacunarse acorde con su edad muy rápidamente, y eso resolvió el dilema. Bogotá,
sin embargo, hizo operativos dirigidos a la población trabajadora sexual como
estrategia operativa con un enfoque diferencial que me parecen esfuerzos notables.
Pero es cierto que parte del temor estaba también
en la necesidad de nombrarlas. De nombrarles un grupo de riesgo, y de nombrarles
un grupo prioritario, y de la carga moral para algunos tendría asumir que ellas
y ellos irían primero que otros. Pero como dije, la diferencia en riesgo para
COVID-19 no parecía ser sustancial en comparación con muchos grupos cuya
ocupación implicaba un alto contacto físico (hay varios oficios así), o sobre
todo condiciones de vida o trabajo que favorecen la transmisibilidad como el
hacinamiento y la poca ventilación. Sin duda tenían un alto riesgo y
vulnerabilidad para infectarse de COVID-19, y ciertamente un enfoque
diferencial era necesario para garantizarles el acceso efectivo a las vacunas,
y de haber tenido que prolongarse la fase de priorización, creo que, ciertamente
deberían ser priorizadas, junto con otros grupos.
En la viruela símica, en cambio, no debería
haber dudas. El mecanismo de transmisión hace que ciertos grupos presenten un
mayor riesgo de infección. La evidencia es cada más consistente que las y los trabajadores
sexuales, pero además otros grupos que genéricamente algunos agrupan “hombres
Gay y Bisexuales que tienen Sexo con Hombres”, y adicionalmente las mujeres
trans que son menos mencionadas, parecen tener un mayor riesgo. De este modo ha
sido reportado en varios estudios y en los análisis de cadenas de transmisión generados
por epidemiólogos de campo en Colombia y en el mundo.
Si bien hay paralelos entre la viruela símica y
el COVID-19 (como la necesidad de priorización y la escasez de vacunas), el
riesgo de la primera se encuentra mayormente fragmentado en grupos específicos,
cuyos individuos pueden ser más difícil de identificar, convocar, y,
finalmente, de vacunar. Sin embargo, parece que el primer desafío es aún más
simple: el de nombrar a las personas. Creo que el hecho que ciertas prácticas
sexuales se asocien con un mayor riesgo de viruela símica es algo que genera
malestar en el establecimiento, que hasta teme reconocerlo claramente. Incluso
en COVID-19 hubo cierta mofa en medios por una cartilla de prácticas sexuales
que sacó el propio Ministerio. El problema ahora con la viruela símica es que
hablamos de sexo como favorecedor del riesgo, y sobre todo hablamos, aunque no
exclusivamente, de sexo no heterosexual. De placer, de deseo y de trabajo
sexual, que tanto debate y pudor todavía nos genera, y de un grupo de personas
a los que a algunos no les gusta nombrar en las políticas.
Durante mi formación como salubrista me enseñaron
que habría que evitar asociar enfermedades con grupos sociales específicos porque
se podría generar estigma. Esto ha pasado con la sífilis y los hombres negros
en los Estados Unidos, y con VIH y los hombres homosexuales, pero luego de leer
el formidable texto, y del discurso que algunas activistas trans, como Matilda
Gil (algunas ideas de ella las he replicado acá), no me queda duda: hay que
vacunarles y hay que nombrarles, de hecho, hay que nombrarles para vacunarles.
Esto tiene que hacerse cuidando mucho el
lenguaje, de tal manera que no genere estigmatización, pero sí es indispensable
reconocerles, convocarles, y definitivamente tener un enfoque diferencial de
derechos humanos en la vacunación. Superando la visión parroquial y absurda de
no hablar directamente de sexualidad, como también nos sucedió en Zika, donde
un error fue recomendar a las mujeres pobres que tuvieran menos relaciones
sexuales durante el pico, como lo es pretender que los y las trabajadores
sexuales, dejen de ejercer su oficio, o que una parte importante de la
población de géneros diversos tenga una absurda y prolongada abstinencia sexual
de meses, como si hicieran algún voto religioso. Lo cual no es solo
discriminatorio, sino que sencillamente no es factible.
Lo peor es que, al parecer, la adquisición de
vacunas contra la viruela símica no es una prioridad del Gobierno y del Ministerio
actual, o si lo era parece que fallaron. No han diversificado los mecanismos de
adquisición, lo cual es importante para una emergencia sanitaria. No han
adaptado el marco legal a partir de los aprendizajes de COVID-19 para
garantizar un flujo rápido y continuo de vacunas. Quizás es porque esta
enfermedad afecta a un grupo al que no quieren visibilizar, quizás, porque
consideran que únicamente la muerte es un desenlace importante, y no el dolor,
o la carga de ver las marcas en el cuerpo de una enfermedad altamente
prevenible. Tampoco es claro a qué grupos van a priorizar. Hasta el día de ayer
no existía un plan publicado por el Ministerio, de modo que no es claro si se
van a adquirir las vacunas, la manera de hacerlo, o el mecanismo de asignación
y priorización. Quizás, algo tenga que ver el haber prescindido masivamente de
profesionales competentes y con amplia experiencia en estos temas, política de
cambio de la actual administración que pone en riesgo la capacidad técnica.
Nombrar, convocar, y llegar a estos grupos es
difícil, pero es posible y necesario. Se necesitan vacunas, voluntad política y
capacidad técnica, pero, sobre todo, es necesario dejar atrás pudores
moralistas anacrónicos y retardatarios. Es necesario entender que evitar y
reducir el dolor también es una tarea de la Salud Publica, y que al final en la
política social son fundamentales los principios, pero lo que cambia la vida de
las personas son también los resultados tangibles. Para ello, debemos comenzar
con nombrar lo que no quieren nombrar, nombrar a los y las que no
quieren nombrar, reconocer y conocer su sufrimiento, y la necesidad no solo
política, sino ante todo humana, de evitarlo.
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