Pensar en lo que hacemos.

 

Pensar en lo que hacemos.


Sufro mucho al reconocer la pobre significancia de todo lo que hacemos. El marketing personal nos obliga a mostrar que estamos convencidos de la relevancia de nuestros esfuerzos. Tampoco es éticamente fácil reconocer nuestro verdadero impacto, a veces casi nulo, que no justifica quizás el lugar privilegiado que la sociedad nos ha otorgado. Todo esto, tan agotador como es, es el efecto de pensar mucho. No necesariamente de pensar bien, que es algo mucho más difícil, pero sí de pensar muchísimo. Una rumiación constante sobre la misma cosa, sufriendo dolores de consciencia al mismo tiempo. El idealismo, del que aún nos quedan algunos vestigios, puede darnos la ilusión de que es significativo lo que hacemos. Pero en la edad en la que ya hemos vivido casi todas las desilusiones, y perdido la ingenuidad luego de haber visto las tripas al tigre (y ver que son parecidas a las de una gallina), hay algunos de nosotros que ya no podemos convencernos. No podemos creernos el cuento y el problema es que es claro que necesitamos más, pero tampoco sabemos certeramente de qué. Hay una carencia que nada parece llenar.

Sin embargo, creo que pensar en lo que hacemos es lo único que puede salvarnos. La integridad intelectual requiere cierto grado de crudeza con uno mismo: admitir aquellas cosas que no sabemos, en las que no somos buenos, reconocer los errores y ver claramente la poca relevancia de la mayoría de lo que hacemos. La consciencia no es siempre compasiva y a veces nos lleva a ver realidades incómodas. Nos obligan a contar una historia de uno mismo. Ahora dan hasta clases de marketing personal, pero yo no quiero ser lo que el mundo necesita. Quiero entender lo que soy y, sobre todo, lo que puedo hacer. No quiero mentirle a nadie, pero sobre todo no quiero que en ese camino me convierta en lo que toca ser para avanzar.

En la Academia de alta competitividad, se vive en un mundo frenético. Se quiere figurar más, ser más visible, hablar y hablar. Es como si estuviéramos inundados de palabras -Me dijo hace poco ella; y tiene razón, es como si todos estuviéramos asfixiándonos en la palabrería y en los nombres de los palabreros". Tenemos que hablar de lo que hablan y tenemos que hablar de ellos. Tenemos que aferrarnos al mágico sonido de su nombre y pensar con esperanza insensata ser alguien del que se sabrá lo que fuimos sobre la tierra. Por otro lado, está el sistema, construido con esas mismas palabras hechas reglas. Hay que ganar proyectos, hay que publicar, hay que avanzar. Muchos de los investigadores top no tienen tiempo de pensar en lo que hacen. Piensan en lo que no tienen que hacer, no necesariamente en lo que hacen. No se detienen. Tienen que seguir, no se pueden quedar atrás. Hay que hablar y hablar de lo que se hace, pero pocas veces hacer lo que se habla. Hay que llenarse de medallitas, de membresías, de experiencias y hay que contarlas. Porque no basta con saberlo uno, sino hacer claro que tu nombre está allí. Tampoco se salvan de eso los que posan de pensadores críticos, también las convicciones antihegemónicas se pueden volver poco autocríticas.

Por esto yo elijo, a veces, no hablar. Sentarme un poco, llegar tarde a la siguiente cita y torturarme un poco pensando en mi propia irrelevancia. Reconociendo con crudeza y con vergüenza mi poco alcance. Viendo cuánta espuma hay, cuántas cosas sonoras son irrelevantes. Y me quedo varios minutos mirando el agua en su extensión no finita, pensando que quizás haya algo que rescatar. Que hay una pequeña posibilidad para mí, que nadie tiene que saber. Que puede ser solamente una amalgama de un entramado gigante, pero que puede ser posible. Que todavía no me voy a morir, que algo le voy a dejar a esta tierra. Aunque también se pudra, aunque también se olvide, por un tiempo, alguien lo verá. Entre todas las cosas, si es que tiene tiempo de sentarse como yo lo hice hoy, y ver que también yo soy, gracias a y, sobre todo, a pesar de lo que me dejaron otros.

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